Hace unos días el primer ministro británico, David Cameron, ha anunciado una medida tendente a evitar el consumo de pornografía por los menores en Internet. La medida consiste en obligar por Ley a los proveedores de Internet a incluir por defecto un filtro de contenido para adultos, que podrá ser desinstalado por aquellos usuarios que así lo soliciten. De este modo, el acceso a páginas pornográficas estará bloqueado por defecto, con lo que se estima que el consumo de pornografía por menores será más reducido.
El debate en Internet está siendo enconado, y la mayoría de las voces critican a Cameron por intentar imponer un sistema de censura en la Red de redes.
Quienes defienden la medida sostienen que el consumo de pornografía no es recomendable para los menores, y que su acceso a través de Internet es demasiado fácil. Por ello, imponer una medida restrictiva para este tipo de material, que dificulte el acceso de los menores, resulta deseable. Algo similar se ha hecho con el porno en televisión, con la publicidad de películas X, con los teléfonos eróticos o con las salas de cine X. No se prohíben, pero se imponen restricciones a su publicidad y a su contratación, para evitar que estén al alcance de los menores. Estas medidas han sido declaradas constitucionales, conforme al artículo 20.4 CE.
Las principales voces críticas argumentan en distintas direcciones.
En primer lugar, señalan que es papel de los padres controlar o restringir lo que hacen sus hijos, y no de los poderes públicos. Este argumento me parece poco sólido, en la medida en que (1) muchos padres tienen menos conocimientos técnicos que sus hijos y no pueden llevar a cabo esta restricción sin ayuda; (2) los padres no están todo el día en casa, y no pueden -ni deben- controlar permanentemente a sus hijos; y (3) este tipo de medidas ya son aceptadas en otros ámbitos sin escándalo de ningún tipo (horarios de protección infantil en televisión, por ejemplo; o prohibición de vender tabaco a menores. Aquí nadie dice: oye, que el chico compre tabaco... que sea su padre quien se encargue de prohibírselo, si no quiere que fume).
También se señala que la medida vulnera la intimidad de quien quiera ver porno, que tendrá que comunicarlo expresamente a su prestador de servicios. Lógicamente, a mucha gente le resultará incómodo realizar este tipo de petición, máxime si además uno previamente tiene que consensuar la petición con su padre, mujer o novio, en la medida en que comparte Internet con ellos. Frente a esto, cabe decir que el derecho a la intimidad no es absoluto, y debe equilibrarse con otros intereses constitucionales, en este caso, la protección de la juventud y la infancia. Este tipo de ponderaciones no son extrañas a nuestra legislación: la libertad de expresión de los productores de porno, que es un derecho fundamental, también se contrae frente a este interés constitucional, y la Ley General de Comunicación Audiovisual prohíbe la emisión de porno en abierto en televisión (art. 7.2º).
Un tercer argumento es que los niños y adolescentes aprenderán rápido a saltarse los filtros. Pero esto no es un argumento, sino una falacia. Es como sostener que no merece la pena perseguir a los traficantes de droga, porque al fin y al cabo siempre encontrarán nuevas vías para seguir traficando. Lo interesante, si el consumo de pornografía por los menores nos parece negativo, es poner alguna barrera que dificulte el mismo, aun sabiendo que un porcentaje de los menores encontrará vías para esquivar los filtros.
Por todo ello, estoy a favor de la medida, que además me parece perfectamente legal. Quien quiera porno que lo solicite, y no con un simple click, sino desactivando un filtro instalado por defecto. Esta medida evitará que muchos niños accedan a este material, que en mi opinión resulta como una droga: atractivo, adictivo y perjudicial.
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