martes, 1 de diciembre de 2015
Terrorismo y derechos comunicativos: el peligro de convertirse en tonto útil
Los recientes atentados terroristas han puesto sobre la mesa varios interrogantes sobre la estrecha relación entre terrorismo e información. Porque no hay terrorismo sin comunicación. Todo acto terrorista, además de causar un daño directo en las víctimas, aspira a instaurar un estado de miedo e inquietud en una colectividad, compuesta por miles o millones de personas. Si para conseguir el primer efecto el terrorista precisa de explosivos, fusiles o pistolas, para conseguir el segundo le basta con mensajes, canales de difusión, y un público dispuesto a recibir esa información.
Los devastadores efectos de un atentado terrorista, captados cada vez con mayor inmediatez y crudeza por las omnipresentes cámaras y teléfonos móviles, conforman un mensaje del propio terrorista, dirigido a usted y a mí, que puede descodificarse como: “mira de lo que soy capaz”, “no vivirás tranquilo”, o “el siguiente puedes ser tú, o uno de tus seres queridos”. El mismo propósito intimidatorio y propagandístico tienen las imágenes de ejecuciones públicas, en las que personas inocentes ataviadas con pijamas naranjas son asesinadas por verdugos fundamentalistas. Que graban las imágenes y nos las mandan, confiando en que seremos lo suficientemente inconscientes como para verlas. Y compartirlas y comentarlas.
En el escenario actual, es preciso reflexionar qué queremos hacer con esas imágenes. Cuando las captamos, las publicamos o las recibimos, evidentemente estamos ejercitando un derecho fundamental: el derecho a la información. Tenemos derecho a saber qué ha pasado. Además, dichas imágenes tienen un innegable interés público. Ahora bien, es bueno tener presente que, además de ejercer un derecho, estamos haciendo precisamente lo que los terroristas quieren, contribuyendo a difundir su demente letanía: “qué horror, te puede pasar a ti”.
Así, habría que plantearse la posibilidad de restringir la circulación de dicha información, o, al menos, de los detalles más sangrientos o macabros que no aportan nada al debate público. Pienso que esto debería hacerse a tres niveles.
En primer lugar, los poderes públicos deberían prohibir las imágenes de apología de la violencia o el terrorismo, así como aquellas que pudieran vulnerar gravemente la intimidad de las víctimas o sus familias. Y trabajar por su retirada de los canales en donde estén disponibles, que sin ser una tarea fácil, tampoco resultaría imposible.
En segundo lugar, es imprescindible fomentar la responsabilidad de los emisores. En efecto, quien difunde imágenes de un atentado debería preguntarse antes de hacerlo: ¿la exposición de este sufrimiento contribuye de algún modo al debate público? En mi opinión, los medios de comunicación tradicionales comparten la preocupación por informar con responsabilidad, y en contextos de catástrofes o atentados se esfuerzan por ponderar los intereses en juego antes de transmitir un mensaje o información. Lamentablemente, esa cautela de los medios tradicionales no se observa en las redes sociales, donde las imágenes o vídeos de apología, atentados, terroristas y víctimas se emiten y comparten sin ningún tipo de reflexión. Sin ir más lejos, decenas de vecinos en París “retransmitieron” en directo las actuaciones policiales vía Twitter, lo que pudo ofrecer a los terroristas valiosa información en tiempo real. De hecho, días después la policía belga pidió expresamente que los vecinos no twitearan nada acerca de la redada policial en diferentes barrios. Para evitar estos efectos perversos de una libertad de expresión atolondrada sería oportuno educar a los usuarios emisores en el uso sensato de esos canales, a fin de no convertirlos en altavoces de la barbarie terrorista, o al menos en sus aliados.
Finalmente, todos los usuarios de los medios y de Internet deberíamos fomentar una actitud crítica ante los contenidos relacionados con el terrorismo. Recrearse en contenidos violentos, escabrosos o brutales –que si somos sinceros suele ser nuestra primera reacción- en el fondo es una forma de dar cabida al terror. Ver una y otra vez, con un deje de tristeza o incredulidad, los vídeos en los que las víctimas huyen despavoridas, en los que se escuchan tiroteos o detonaciones, o que muestran cadáveres amontonados, quizá supone abrir la carta que el terrorista nos manda con nuestro nombre y apellidos.
Concluyo, con más dudas que certezas. En materia de terrorismo entiendo y defiendo los derechos comunicativos, y no abogo por un apagón informativo total, que aplicando la estrategia del avestruz prefiere enterrar la cabeza en la arena bajo el lema de que la ignorancia es la felicidad. Tenemos el derecho y la obligación de saber qué pasa. Pero ese saber qué pasa no significa verlo todo y compartirlo todo en tiempo real, donde, cuando y como quieren los terroristas. Si no queremos seguirles el juego y ser sus tontos útiles, hemos de ser precavidos e inteligentes en el manejo de la información. La lucha contra el terrorismo también pasa por la lucha frente a su imaginario y su propaganda. En el entorno mediático y comunicativo los poderes públicos, los emisores y los receptores tenemos una responsabilidad que no deberíamos soslayar.
(Publicado en el Diario Las Provincias, 29.11.2015)
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